Muchos  padres, llevados por la ira del momento, hieren el corazón de los hijos  con palabras semejantes a éstas: "Tú no sirves para nada." "Maldita la  hora en que te engendré." "Tú eres la vergüenza de la familia."
Después,  cuando uno está en calma, reflexiona y se arrepiente. Pero ya es tarde.  Las palabras ya fueron dichas y el corazón del hijo ya fue herido. Al  corazón herido siempre le queda una cicatriz. Nunca debemos llegar a  este extremo. Si los padres se sienten desbordados, deben pedir ayuda.  Hay tutores, psicólogos, escuelas de padres...
Lo  correcto es que la corrección se haga “estando de buenas”, y en ello va  gran parte de su eficacia. La inoportunidad y la falta de diplomacia  son errores graves. Nada conseguirá un padre o una madre que reprenda a  sus hijos a gritos, dejándose llevar por la ira, amedrentando,  imponiendo castigos precipitados, haciendo descalificaciones personales o  sacando trapos sucios y antiguas listas de agravios.
Si no somos educados al corregir, no estamos educando.
Recuerdo  el caso de un muchacho al que el miedo aterrador a sus padres llevó a  una fabulosa sucesión de mentiras, tejiendo un verdadero castillo de  naipes que acabó finalmente por caer, con un elevado coste familiar. El  caso es que los motivos que el muchacho daba para haber hecho todo eso  eran quizás injustificados, pero comprensibles.
El  mal genio de sus padres, los castigos irreflexivos y desproporcionados,  y los repetidos disgustos familiares que cualquier tontería provocaban,  acabaron por retraerle con un miedo que -para él, a esa edad- resultaba  insuperable.
La  precipitación al castigar produce injusticias que a los chicos les  parecen tremendas. Es mejor tomarse el tiempo necesario, y si hay más de  una parte implicada, conocer la fiabilidad de cada versión, cerciorarse  de la culpabilidad de cada uno, y entonces, una vez calmados y con  elementos de juicio, decidir lo más oportuno.
Al  reprender a nuestros hijos, debemos estar a solas con ellos, aunque eso  suponga esperar. Es difícil que el chico reconozca su mala actitud o  sus errores si lleva aparejada una confesión casi pública. Actuar así es  facilitar que añada nuevas mentiras. La reprimenda pública suele ir  acompañada de humillación, y él tiene un fuerte sentido del ridículo.  Luego hablará del broncazo que me echaron delante de mi hermana, o ese  día que estaban los tíos en casa..., y es algo que le costará sin duda  digerir.
Cualquiera  puede enfadarse, es muy fácil. Pero hacerlo con la persona adecuada,  con la intensidad óptima, en el momento oportuno, por la causa justa, y  de la manera correcta, eso ya no es tan fácil.
Por  otro lado y “cambiando de tercio”, no debemos olvidar la importancia de  la disciplina positiva, que consiste en apreciar aquello que nuestros  hijos hacen bien, mediante palabras de agradecimiento y felicitación por  los logros que hayan conseguido. El uso adecuado de la disciplina  positiva evita en muchos casos la disciplina correctiva. A veces el  mejor premio es una sonrisa, una felicitación efusiva ó un abrazo.  Descubra a su hijo/a haciendo algo bien y elógielo
Se me ocurren algunos consejos prácticos que resumen lo que hasta ahora he mencionado:
Haga  saber a su hijo que la disciplina es un acto de amor. No los  disciplinamos porque han agotado nuestra paciencia. Lo hacemos porque no  queremos que nuestros hijos se echen a perder. La disciplina aplicada  con ese fin nunca aleja a los hijos de los padres, por el contrario,  genera amor y respeto por los padres.
Enséñele  a su hijo que el castigo se puede evitar si hay obediencia. Ningún hijo  tiene, necesariamente, que estar siendo disciplinado todo el tiempo.
Castigue  sin ira. El castigo tiene que aplicarse con prudencia y con moderación.  Si usted se quita la correa y la descarga sobre su hijo, echando espuma  de ira; no importa cuanta razón tenga usted, ni cuan equivocado esté su  hijo. Se lo aseguro, esa disciplina fallará y dará frutos amargos. La  disciplina no debe ser el último recurso de un padre que ha llegado al  límite de su paciencia, sino el primer paso, lleno de amor, de quien  quiere evitar a su hijo daños mayores. La disciplina no tiene como  objetivo el desahogo de la ira momentánea, sino forjar un carácter en  nuestro hijo que le evitará gran sufrimiento en el futuro.
Cuando  castigue, hágalo en privado. No discipline, ni mucho menos pegue (quien  esto escribe, opina que el castigo físico es un método de disciplina  que debe ser circunscrito a una edad muy determinada y aplicado con una  gran moderación. En siguientes artículos estaremos hablando de las  diferentes formas de disciplina y la manera de aplicarlas) a su hijo  delante de los demás, exponiéndole de este modo a la vergüenza. Hágalo  en un lugar donde nadie los esté viendo.
Al  disciplinar, explique a su hijo por qué lo hace. No debemos dar por  supuesto que el niño sabe la razón por la que se le disciplina. Debemos  explicarlo con claridad. Recordemos que la palabra es una herramienta  con la que construimos o destruimos las relaciones con nuestros hijos.  Ser conscientes de qué decimos y cómo lo hacemos nos ayudará en todas  las situaciones a mostrarles lo mucho que los queremos.
Después  de disciplinarlo, dedique siempre un tiempo a la reconciliación y  perdón de su hijo. Que no se sienta únicamente disciplinado; él debe  sentirse amado. Incluso, añadir un comentario con buen humor es una de  las mejores formas de recuperar el buen ambiente y conectar de nuevo con  lo mejor de nosotros.
Reconozca  sus errores. Nadie es perfecto, los padres tampoco. El reconocimiento  de un error por parte de los padres da seguridad y tranquilidad al  niño/a y le anima a tomar decisiones aunque se pueda equivocar, porque  los errores no son fracasos, sino equivocaciones que nos dicen lo que  debemos evitar. Finalmente, si a pesar de todo hemos perdido el control y  hemos usado las palabras para agredir a nuestro hijo, seamos capaces de  pedirle perdón o de demostrarle que sentimos lo que ha sucedido. Será  la mejor manera de restablecer la relación cicatrizando las heridas  interiores que las palabras pueden provocar. Pedir perdón no resta  autoridad, por el contrario, la confiere.
Nuestros hijos son tesoros que Dios ha entregado en manos de los padres y que merecen todo el amor, respeto y cariño.
“No corregir al hijo es no quererlo; amarlo es disciplinarlo” Proverbios 13:24 (NVI)
Después, cuando uno está en calma, reflexiona y se arrepiente. Pero ya es tarde. Las palabras ya fueron dichas y el corazón del hijo ya fue herido. Al corazón herido siempre le queda una cicatriz. Nunca debemos llegar a este extremo. Si los padres se sienten desbordados, deben pedir ayuda. Hay pastores, consejeros, tutores, psicólogos, escuelas de padres, etc.
Lo correcto es que la corrección se haga “estando de buenas”, y en  ello va gran parte de su eficacia. La inoportunidad y la falta de  diplomacia son errores graves. Nada conseguirá un padre o una madre que  reprenda a sus hijos a gritos, dejándose llevar por la ira,  amedrentando, imponiendo castigos precipitados, haciendo  descalificaciones personales o sacando trapos sucios y antiguas listas  de agravios.
Si no somos educados al corregir, no estamos educando.
Recuerdo el caso de un muchacho al que el miedo aterrador a sus  padres llevó a una fabulosa sucesión de mentiras, tejiendo un verdadero  castillo de naipes que acabó finalmente por caer, con un elevado coste  familiar. El caso es que los motivos que el muchacho daba para haber  hecho todo eso eran quizás injustificados, pero comprensibles.
El mal genio de sus padres, los castigos irreflexivos y desproporcionados, y los repetidos disgustos familiares que cualquier tontería provocaban, acabaron por retraerle con un miedo que -para él, a esa edad- resultaba insuperable.
El mal genio de sus padres, los castigos irreflexivos y desproporcionados, y los repetidos disgustos familiares que cualquier tontería provocaban, acabaron por retraerle con un miedo que -para él, a esa edad- resultaba insuperable.
La precipitación al castigar produce injusticias que a los chicos les  parecen tremendas. Es mejor tomarse el tiempo necesario, y si hay más  de una parte implicada, conocer la fiabilidad de cada versión,  cerciorarse de la culpabilidad de cada uno, y entonces, una vez calmados  y con elementos de juicio, decidir lo más oportuno.
Al reprender a nuestros hijos, debemos estar a solas con ellos,  aunque eso suponga esperar. Es difícil que el chico reconozca su mala  actitud o sus errores si lleva aparejada una confesión casi pública.  Actuar así es facilitar que añada nuevas mentiras. La reprimenda pública  suele ir acompañada de humillación, y él tiene un fuerte sentido del  ridículo. Luego hablará del broncazo que me echaron delante de mi  hermana, o ese día que estaban los tíos en casa..., y es algo que le  costará sin duda digerir.
Cualquiera puede enfadarse, es muy fácil. Pero hacerlo con la persona adecuada, con la intensidad óptima, en el momento oportuno, por la causa justa, y de la manera correcta, eso ya no es tan fácil.
Cualquiera puede enfadarse, es muy fácil. Pero hacerlo con la persona adecuada, con la intensidad óptima, en el momento oportuno, por la causa justa, y de la manera correcta, eso ya no es tan fácil.
Por otro lado y “cambiando de tercio”, no debemos olvidar la  importancia de la disciplina positiva, que consiste en apreciar aquello  que nuestros hijos hacen bien, mediante palabras de agradecimiento y  felicitación por los logros que hayan conseguido. El uso adecuado de la  disciplina positiva evita en muchos casos la disciplina correctiva. A  veces el mejor premio es una sonrisa, una felicitación efusiva ó un  abrazo. Descubra a su hijo/a haciendo algo bien y elógielo
Se me ocurren algunos consejos prácticos que resumen lo que hasta ahora he mencionado: 
- Haga saber a su hijo que la disciplina es un acto de amor. No los disciplinamos porque han agotado nuestra paciencia. Lo hacemos porque no queremos que nuestros hijos se echen a perder. La disciplina aplicada con ese fin nunca aleja a los hijos de los padres, por el contrario, genera amor y respeto por los padres.
 - Enséñele a su hijo que el castigo se puede evitar si hay obediencia. Ningún hijo tiene, necesariamente, que estar siendo disciplinado todo el tiempo.
 - Castigue sin ira. El castigo tiene que aplicarse con prudencia y con moderación. Si usted se quita el cinto y lo descarga sobre su hijo, echando espuma de ira; no importa cuanta razón tenga usted, ni cuan equivocado esté su hijo. Se lo aseguro, esa disciplina fallará y dará frutos amargos. La disciplina no debe ser el último recurso de un padre que ha llegado al límite de su paciencia, sino el primer paso, lleno de amor, de quien quiere evitar a su hijo daños mayores. La disciplina no tiene como objetivo el desahogo de la ira momentánea, sino forjar un carácter en nuestro hijo que le evitará gran sufrimiento en el futuro.
 - Cuando castigue, hágalo en privado. No discipline, ni mucho menos pegue a su hijo delante de los demás, exponiéndole de este modo a la vergüenza. Hágalo en un lugar donde nadie los esté viendo.
 - Al disciplinar, explique a su hijo por qué lo hace. No debemos dar por supuesto que el niño sabe la razón por la que se le disciplina. Debemos explicarlo con claridad. Recordemos que la palabra es una herramienta con la que construimos o destruimos las relaciones con nuestros hijos. Ser conscientes de qué decimos y cómo lo hacemos nos ayudará en todas las situaciones a mostrarles lo mucho que los queremos.
 - Después de disciplinarlo, dedique siempre un tiempo a la reconciliación y perdón de su hijo. Que no se sienta únicamente disciplinado; él debe sentirse amado. Incluso, añadir un comentario con buen humor es una de las mejores formas de recuperar el buen ambiente y conectar de nuevo con lo mejor de nosotros.
 - Reconozca sus errores. Nadie es perfecto, los padres tampoco. El reconocimiento de un error por parte de los padres da seguridad y tranquilidad al niño/a y le anima a tomar decisiones aunque se pueda equivocar, porque los errores no son fracasos, sino equivocaciones que nos dicen lo que debemos evitar. Finalmente, si a pesar de todo hemos perdido el control y hemos usado las palabras para agredir a nuestro hijo, seamos capaces de pedirle perdón o de demostrarle que sentimos lo que ha sucedido. Será la mejor manera de restablecer la relación cicatrizando las heridas interiores que las palabras pueden provocar. Pedir perdón no resta autoridad, por el contrario, la confiere.
 
 Nuestros hijos son tesoros que Dios ha entregado en manos de los padres y que merecen todo el amor, respeto y cariño.
“No corregir al hijo es no quererlo; amarlo es disciplinarlo” Proverbios 13:24 (NVI)
“No corregir al hijo es no quererlo; amarlo es disciplinarlo” Proverbios 13:24 (NVI)
Muy buena entrada. Felicitaciones. Ya que me es de mucha ayuda. Soy madre de seis hijos de diferentes edades y aveces me sacan de quicio. Y cada hijo es un mundo diferente. Felicitaciones Germania.
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