Ante la próxima celebración del bautizo de mi nieta, he estado reflexionando sobre el bautismo en general, y sobre el de los bebés, en particular. El bautismo es el sacramento de la identidad cristiana,  el primero de todos ellos. Por él somos incorporados a la familia de  Dios, en comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Por  tanto, las palabras: “yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, no son mera fórmula, son una realidad. El bautismo es memorial y actualización del misterio pascual. Hace pasar de la “muerte” a la “vida” y expresa el gozo de la resurrección.               
Juan, el precursor del Mesías, bautizaba a las gentes, pero hay diferencias entre el bautismo cristiano y el que practicaba Juan.  Éste era un acto de penitencia, de “lavar” las culpas de los pecados,  un gesto humano de ir a Dios con las propias fuerzas. Sin embargo, en el  bautismo cristiano, no actuamos solos, con el deseo de limpiarnos y de  ser perdonados, sino que actúa el mismo Dios a través del Espíritu Santo.  Él está presente, y no de una manera mágica, y hace hijos suyos a los  bautizados, que renacen como hijos de Dios y se incorporan a la familia  de la Iglesia, siendo partícipes de su misión.
Y aquí surgen ciertas preguntas que algunos se plantean sobre el bautismo de los niños:
- ¿Puede alguien ser incorporado a la Iglesia sin su consentimiento?
- ¿Cómo pueden recibir el “sacramento de la fe” quienes todavía no son capaces de creer?
- ¿Se puede optar por Cristo sin saberlo?
Una respuesta muy válida será que la Iglesia “presta” a los niños su fe hasta que puedan hacerla propia, y que el bautismo es dado a los recién nacidos porque es una gracia y un don de Dios que no supone méritos humanos. A favor está también que un niño puede asimilar la fe, lo mismo que asimila el cariño de sus padres, su experiencia de vida, su lenguaje…
Parece que desde el siglo II la Iglesia administraba el bautismo a los niños, y que en el siglo IV se generalizó esa costumbre.  La escena evangélica en que Jesús abraza y bendice a los niños (Mt 9,  13-15), jugó un gran papel en esta práctica, ya que su sentido es  expresar el amor de Dios a los más pequeños.
Y salvadas algunas de esas dudas razonables, conviene hacer ciertas consideraciones:
Es frecuente que muchas familias quieran bautizar a sus hijos porque es una costumbre y un acto social muy bien visto,  y no precisamente por el deseo de que entren a formar parte de la  Iglesia, o convencidos de que el sacramento que van a recibir es un gran  regalo de Dios para ellos. En esos casos, la Iglesia debe ser un poco exigente  y no bautizar masivamente a todos los niños cuyos padres lo solicitan,  sino sólo a aquellos en que se sepa que los progenitores son personas de  fe consecuente, o que los padrinos o algún miembro de la familia van a  ayudar al niño en el camino de la fe. El ideal sería que las  Conferencias Episcopales diesen unas orientaciones claras sobre el tema.
La fe de los padres debe ser la que les lleve a prepararse bien para descubrir y aceptar el papel relativo al bautismo de sus hijos. Ellos serán los primeros educadores en la fe, sobre todo con su ejemplo de vida cristiana coherente, y los que velen para que vayan aprendiendo a conocer y a amar a Dios. La catequesis posterior,  de la que también se deben preocupar y responsabilizar los padres, y en  la que las parroquias tienen un papel importante, les hará crecer en  esa fe por el conocimiento de la Palabra de Dios, e irá disponiendo su  corazón de niños, para acoger el don del Espíritu y seguir sus llamadas.  Todo esto irá formando al pequeño que, en el futuro, tendrá que vivir  su propia conversión personal, ya que el cristiano no nace, sino que se hace.
El gran regalo del bautismo requiere respuesta, y la  disponibilidad de nuestra libertad para darle un “sí” a Dios, que nos  llama a colaborar con Él. El bautismo es el sacramento fundamental que  configura toda la vida cristiana, pero no siempre le damos la  importancia que tiene,  quizás porque la mayoría de las personas lo hemos recibido en la  infancia y no éramos conscientes de lo que significaba. (Y este  argumento daría la razón a los que defienden, que sólo se debería  bautizar a adultos convertidos y convencidos).
Todos los bautizados, no sólo los niños, debemos ir creciendo en la fe,  revisar y actualizar nuestro compromiso y oración y ser fieles al  Evangelio. La Iglesia celebra cada año en la Vigilia Pascual la  renovación de las promesas del bautismo, que es fuente de vida nueva en  Cristo, de la que brota toda la vida cristiana.
Como decía una persona en cierta ocasión, “el carné de socio de este club tan especial, hay que renovarlo con frecuencia y no vale con sellarlo el primer día”.  Ojalá seamos capaces de “actualizarlo” y asumir que en el bautismo se  nos infundió la fuerza para anunciar el mensaje de Jesús. No dejemos que  ese carné caduque o se convierta en uno más de nuestra colección.
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