Para
poder entender las principales causas hemos de preguntarnos el motivo
por el cual estudiábamos nosotros y lo hacíamos con interés.
El
primer motivo es la garantía que teníamos de estar asegurándonos un
futuro. Un médico, un ingeniero, un biólogo, un filólogo o un
farmacéutico tenían asegurado un puesto de trabajo, un buen sueldo, una
posición en la sociedad y un prestigio.
¿Qué
ha sucedido con el paso de los años? Bien, todo esto ha desaparecido.
La gente observa que muchos titulados permanecen en el desempleo durante
años. Para postre están peor remunerados que el empleo de un conductor
de camión o un obrero de la construcción, por citar algunos. La
inversión de tiempo, dinero y esfuerzo en el estudio de una carrera o un
ciclo formativo ha pasado de ser una garantía a una opción exenta en
primera instancia de rentabilidad. Hemos asistido a una época de
abandono escolar importante motivada por sectores emergentes que
absorbían mucha mano de obra con salarios muy por encima de lo asumible.
Este hecho ha desmotivado mucho a nuestros alumnos que,
comprensiblemente, se han visto tentados por vías profesionales más
cortas y más rentables en el corto plazo.
En
el ámbito de humanizar la enseñanza, -buena idea donde las haya- se ha
ido rebajando el nivel de exigencia académico introduciéndose diferentes
vías alternativas más sencillas y adaptadas, diversificación, PQPI,
etc. Otra cuestión como la promoción automática por edad, ha ido
degenerando en un sinsentido.
Si
a un alumno que repite curso le decimos que al año siguiente
promocionará, pasará de curso sin dar, como se dice, “palo al agua”,
sucede lo siguiente. El primer año se caracteriza por el poco esfuerzo.
El segundo, el que repite, no le apetece estudiar; por ello se dedica,
ya que pasará de curso sí o sí, a hacer la vida imposible a cualquiera
que intervenga en su educación. No entiende la materia y por ello se
aburre; el primer par de horas aguanta el chaparrón de educadores que le
repiten lo que ya el año anterior no entendía. También le reclaman los
deberes que no suele hacer por su falta de hábito en el trabajo. Tras
ese par de horas, el incauto profesor que entre por la puerta puede
tener problemas de disciplina con el alumno.
El
resultado es que, a partir de un determinado momento, se dedica a
incordiar; en parte para que lo saquen del aula y ver que hay más allá
de su pupitre.
Puede
ser expulsado y con ello volverá al centro como un rebelde, con menos
miedo y respeto hacia la institución y sus profesores. O bien será
restituido a su grupo, sin que tenga otras consecuencias para él. La
conclusión es que ha logrado hacer que el grupo de compañeros pierda
clase y el sistema educativo se resienta.
Hemos
de prestigiar nuestros profesionales para generar el deseo de tener una
titulación o una formación técnica o profesional de calidad. Para ello,
hay que reformar nuestro sistema productivo y económico. En caso
contrario, no tendrá sentido formar profesionales que no tengan salida
ni desde el punto de vista académico ni práctico.
En
segundo lugar, hay que valorar la disciplina y el esfuerzo como
herramientas necesarias en la superación académica y personal.
Es
cierto que la formación desde la infancia en hábitos saludables de
lectura y de conocimiento por parte de los padres es importante. También
es importante mejorar la exigencia al profesional de la educación para
que motive a sus alumnos. Pero, para que esto suceda es necesario que el
aprendizaje tenga un sentido y ese sentido es la finalidad y el
reconocimiento del esfuerzo. Sin ellos, los padres están desarmados y
los docentes son únicamente una barrera en el camino.
Cuando
convenzamos como sociedad a nuestros hijos y alumnos que estudiar es
garantía de futuro, en ese momento será más sencillo para todos ayudar
en el proceso de formación a cuantos lo deseen.
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