Angelina nació y murió en el hospital de Talagante, el pasado 22 de septiembre. No tenía cerebro. Su madre, Carolina Céspedes, de 25 años, lo supo desde el quinto mes de embarazo, cuando una ecografía confirmó la irreversible malformación congénita (anancefalia). También supo que esa dura prueba era el resultado de haber estado expuesta, durante largo tiempo, a los plaguicidas empleados por los agricultores de Isla de Maipo. Carolina enfrentó la situación con valentía, sabiendo que “esto no me está pasando sólo a mí, sino que también a muchas mujeres en todo Chile”.
Ajenos a este drama, los exportadores de frutas están felices. En la última temporada 2003-2004 vendieron más de 210 millones de cajas (2,1 millones de toneladas), lo cual les reportó un ingreso que supera los 1.900 millones de dólares, cifra entre 10 y 11% mayor que la de la temporada anterior. El negocio mejoró con la puesta en vigencia de los tratados de libre comercio con la Unión Europea, EE.UU. y Corea del Sur, según reconoció el presidente del gremio de los productores de fruta (Fedefruta), Luis Schmidt. Entre otros beneficios, bajó el costo de los plaguicidas, cuyo uso en los sectores agrícola y forestal es consustancial al modelo agroexportador. La importación de estas sustancias químicas tóxicas se ha incrementado en 280%, desde 1998. El año pasado, ingresaron al país 21.196 toneladas de plaguicidas, con un costo de 116.506.000 dólares. Muchos de ellos, calificados como altamente peligrosos por la Organización Mundial de la Salud, están prohibidos en otros países.
Lo que no está traducido en cifras es la cantidad de niños que, como Angelina, está naciendo con graves y múltiples malformaciones a consecuencia de la exposición de sus padres o madres a los plaguicidas, generalmente al trabajar como temporeros en cultivos de frutas y hortalizas destinadas a la exportación. Son las cifras del sacrificio humano, que ni al gobierno y menos aún a los empresarios les interesa exhibir. Tampoco existe en los servicios de salud un registro nacional de abortos espontáneos y de enfermedades por intoxicación crónica, atribuibles a la misma causa. La tendencia es negar o poner en duda la vinculación entre plaguicidas y estos problemas que comprometen la salud y la vida, incluso de quienes aún no han venido al mundo. Sin embargo, numerosos estudios demuestran que estos agrotóxicos se acumulan en el organismo y pueden producir alteraciones genéticas, cánceres y afecciones a los sistema nervioso central e inmunológico.
Ajenos a este drama, los exportadores de frutas están felices. En la última temporada 2003-2004 vendieron más de 210 millones de cajas (2,1 millones de toneladas), lo cual les reportó un ingreso que supera los 1.900 millones de dólares, cifra entre 10 y 11% mayor que la de la temporada anterior. El negocio mejoró con la puesta en vigencia de los tratados de libre comercio con la Unión Europea, EE.UU. y Corea del Sur, según reconoció el presidente del gremio de los productores de fruta (Fedefruta), Luis Schmidt. Entre otros beneficios, bajó el costo de los plaguicidas, cuyo uso en los sectores agrícola y forestal es consustancial al modelo agroexportador. La importación de estas sustancias químicas tóxicas se ha incrementado en 280%, desde 1998. El año pasado, ingresaron al país 21.196 toneladas de plaguicidas, con un costo de 116.506.000 dólares. Muchos de ellos, calificados como altamente peligrosos por la Organización Mundial de la Salud, están prohibidos en otros países.
Lo que no está traducido en cifras es la cantidad de niños que, como Angelina, está naciendo con graves y múltiples malformaciones a consecuencia de la exposición de sus padres o madres a los plaguicidas, generalmente al trabajar como temporeros en cultivos de frutas y hortalizas destinadas a la exportación. Son las cifras del sacrificio humano, que ni al gobierno y menos aún a los empresarios les interesa exhibir. Tampoco existe en los servicios de salud un registro nacional de abortos espontáneos y de enfermedades por intoxicación crónica, atribuibles a la misma causa. La tendencia es negar o poner en duda la vinculación entre plaguicidas y estos problemas que comprometen la salud y la vida, incluso de quienes aún no han venido al mundo. Sin embargo, numerosos estudios demuestran que estos agrotóxicos se acumulan en el organismo y pueden producir alteraciones genéticas, cánceres y afecciones a los sistema nervioso central e inmunológico.
ARTE POLEMICO
Este tema se debatió recientemente en la provincia de Melipilla, Región Metropolitana, a raíz de una polémica exposición del artista plástico Luis Verdejo, que presenta trece fetos malformados, modelados en arcilla y porcelana, de tamaño natural. Algunos no tienen brazos; en otros, una enorme cabeza delata hidrocefalia o una abertura en el cráneo, deja en evidencia la falta de cerebro. Las figuras se exhiben al público en frascos de vidrio, imitando un laboratorio científico: los frascos están instalados sobre envases de madera para fruta de exportación. El mensaje no puede ser más claro e impactante. La instalación, llamada irónicamente “Nueva artesanía chilena”, en alusión a los cacharritos de Pomaire, se completa con una delicada luz azul y música ambiental que contribuyen a crear una atmósfera de recogimiento y respeto por la tragedia que evoca la muestra.
Antes de inaugurar su exposición, Verdejo declaró que le interesa ayudar a que se tome conciencia sobre los problemas que está produciendo el uso de plaguicidas y “promover la idea del aborto terapéutico” como alternativa para aquellas mujeres que darán a luz hijos con malformaciones incompatibles con la vida o sin posibilidad de llevar una vida normal. Esto gatilló una discusión a través de la prensa local y el diario Las Ultimas Noticias. El alcalde de Melipilla, Fernando Pérez (UDI), cuestionó el tema del aborto y la gobernadora Paula Zúñiga Calderón (DC) dejó en claro su disgusto con “provocaciones estéticas que exalten aspectos trágicos de las personas”. Hubo anuncios de acciones legales contra el artista, entre otros, del diputado Nicolás Monckeberg (RN).
En definitiva, la muestra no se pudo exponer en la gobernación, ni en una sala municipal ni en la Plaza de Armas. Se exhibió en la sede del Consejo Ecológico de Melipilla, con el patrocinio del Centro Cultural Pablo Neruda -que dirige el médico Manuel Erazo-, la Red de Acción en Plaguicidas y sus Alternativas para América Latina (Rap-AL) y el Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (Olca). Verdejo recibió, además, el apoyo de Carolina Céspedes. En una carta, la joven señaló: “Escribo para dar todo mi respaldo a esta muestra que debe llevar a la reflexión a la comunidad, a las autoridades políticas y a empresarios. Lo hago como una de las tantas mujeres chilenas que han sufrido o sufren los estragos que causan estos compuestos químicos...”. En tres días, la exposición fue visitada por 200 personas, entre ellas alumnos de diferentes colegios acompañados por sus profesores.
Después se trasladó a Pomaire, a la sede de la Junta de Vecinos, con el apoyo del Sindicato de Alfareros, Trabajadores Temporeros y Trabajadores Independientes (Martralipu), y de la Asociación de Alfareros de la localidad.
Antes de inaugurar su exposición, Verdejo declaró que le interesa ayudar a que se tome conciencia sobre los problemas que está produciendo el uso de plaguicidas y “promover la idea del aborto terapéutico” como alternativa para aquellas mujeres que darán a luz hijos con malformaciones incompatibles con la vida o sin posibilidad de llevar una vida normal. Esto gatilló una discusión a través de la prensa local y el diario Las Ultimas Noticias. El alcalde de Melipilla, Fernando Pérez (UDI), cuestionó el tema del aborto y la gobernadora Paula Zúñiga Calderón (DC) dejó en claro su disgusto con “provocaciones estéticas que exalten aspectos trágicos de las personas”. Hubo anuncios de acciones legales contra el artista, entre otros, del diputado Nicolás Monckeberg (RN).
En definitiva, la muestra no se pudo exponer en la gobernación, ni en una sala municipal ni en la Plaza de Armas. Se exhibió en la sede del Consejo Ecológico de Melipilla, con el patrocinio del Centro Cultural Pablo Neruda -que dirige el médico Manuel Erazo-, la Red de Acción en Plaguicidas y sus Alternativas para América Latina (Rap-AL) y el Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (Olca). Verdejo recibió, además, el apoyo de Carolina Céspedes. En una carta, la joven señaló: “Escribo para dar todo mi respaldo a esta muestra que debe llevar a la reflexión a la comunidad, a las autoridades políticas y a empresarios. Lo hago como una de las tantas mujeres chilenas que han sufrido o sufren los estragos que causan estos compuestos químicos...”. En tres días, la exposición fue visitada por 200 personas, entre ellas alumnos de diferentes colegios acompañados por sus profesores.
Después se trasladó a Pomaire, a la sede de la Junta de Vecinos, con el apoyo del Sindicato de Alfareros, Trabajadores Temporeros y Trabajadores Independientes (Martralipu), y de la Asociación de Alfareros de la localidad.
MIEDO A EMBARAZARSE
Sólo en Pomaire, pueblo de 8.000 habitantes, se han producido al menos cinco casos de niños nacidos con graves malformaciones congénitas en los últimos cinco años. En la provincia de Melipilla hay alrededor de cien casos graves identificados por la comunidad, pero se presume que son más. También se ha producido un aumento de abortos espontáneos. Juan Vargas, presidente de la Junta de Vecinos, trabajó durante siete años en la agrícola Vista Hermosa, aplicando diferentes plaguicidas a los cultivos frutales y de hortalizas. “Sólo me acuerdo del nombre de un plaguicida, Karate (lambdacihalotrina, insecticida), que era uno de los más fuertes”, dice. Se intoxicó dos veces, con vómitos y mareos constantes. En una ocasión, estuvo seis meses fumigando con una mascarilla de género como única protección. “Nunca nos explicaron las consecuencias nefastas que eso nos podía traer”, señala el dirigente vecinal. En esa época quedó embarazada su esposa .“Perdió la guagüita a los dos meses. Y fue mejor, porque quizás cómo habría nacido. Un doctor me dijo que tenía que abstenerme de embarazar a mi mujer por un largo período, hasta que el veneno desapareciera de mi cuerpo. Lamentablemente es mucha la gente que se expone a los plaguicidas, por la escasez de trabajo. Además, el pueblo está en la entrada del valle, en un hoyo, y la contaminación se encajona”. Pomaire está rodeado por cerros plantados casi hasta la cima con limones y paltos de las empresas Frupol y Vista Hermosa. Los dirigentes vecinales están tratando de establecer la cantidad de abortos que ha habido en Pomaire para informar a la comunidad “y para que las autoridades intervengan y hagan entender a los empresarios que aquí hay seres humanos que merecen respeto”, señala Juan Vargas.
EL niño Miguel Medina nació con hidrocefalia. Su madre, Paula Caroca, es temporera de la fruta
En este pueblo alfarero todos conocen a Miguel Medina, de 4 años. El pequeño nació con hidrocefalia, mielomeningocele grave (columna abierta o bífida), con problemas en la vejiga, riñones en herradura y con los ojos anclados al centro (prácticamente no veía), además presenta una paraplejia que no le permite caminar. Miguel se desplaza en silla de ruedas, lo habla todo -aunque le cuesta un poco modular- y ahora va a la escuela. Es un niño afectuoso que vive rodeado de cariño en su modesto hogar.
Su madre, Paula Caroca, comenzó a trabajar en el campo como temporera. Ni ella ni sus compañeras estaban enteradas del daño al que se exponían al entrar en contacto con plaguicidas. Paula tenía 19 años cuando nació Miguel. “A los dos meses supe que probablemente los problemas del niño se deben a los plaguicidas con los que estuve en contacto. En la misma época, unas diez compañeras de Isla de Maipo, Lonquén, Curacaví y San Pedro tuvieron hijos con problemas. Una niña nació con las venas del cráneo afuera, la operaron y vivió dos años. Otro niño nació sin brazos”, señala la joven. Miguel ha tenido trece operaciones. En una próxima operación le soltarán la columna, porque está oprimiendo el pulmón y no puede respirar bien. Tal vez entonces pueda mover sus piernas, con apoyo ortopédico. Lo controlan en cuatro hospitales diferentes de Santiago. Según los médicos, Paula tiene que esperar alrededor de diez años para volver a embarazarse, suponiendo que entonces sus cromosomas habrán vuelto a un estado normal.
Verónica Pinto y Alejandro Barriga, presidente del sindicato Martralipu, tuvieron un primer hijo en 1997. Dos años después nació Camilo, con una cardiopatía congénita y una malformación completa interna (situs inverso). Esto significa que sus órganos interiores estaban ubicados en el lado contrario al que ocupan en todo organismo humano. Vivió diez meses. El niño no tenía capacidad para respirar normalmente y pasó largas temporadas en hospitales, conectado a máquinas. En ese momento, Verónica llevaba cuatro o cinco años trabajando como temporera. “Muchas veces sentimos mareos y náuseas. Una doctora me dijo que todas las mujeres de Pomaire que habíamos tenido problemas con nuestros hijos debíamos someternos a un examen genético, pero eso es muy caro”, señala la joven. Ella tuvo un aborto a comienzos de este año y le dijeron que el embrión evidenciaba malformaciones. “Luego de esa pérdida, tengo un miedo espantoso a embarazarme”, confiesa. Un familiar cercano que trabajó como fumigador también tuvo una hija con múltiples malformaciones. No logró sobrevivir.
Como ella, Marta Sánchez tiene miedo de quedar embarazada. Comenzó a trabajar de temporera a los 14 años y sigue haciéndolo hasta hoy. “Los tractores pasaban fumigando al lado nuestro o sacábamos los limones poco después de haberlos rociado. Varias veces sentí mareos y malestar general”, dice la joven. Hace tres años, cuando tenía 20, nació su hija Catalina Andrea. Tenía cardiopatía congénita, el corazón ubicado al lado derecho y problemas en el pulmón. La operaron para ponerle una válvula y estuvo tres meses en el hospital. Pero después se volvió a enfermar y falleció a los nueve meses. La autopsia también reveló quistes en un ovario. “Los doctores nunca me dijeron que la causa fueron los plaguicidas, pero una doctora me aconsejó que dejara de trabajar en el campo cuatro o cinco años para pensar recién en tener otro hijo. Yo quedé con miedo... Y sigo trabajando en lo mismo, porque es donde más se puede ganar”. Pomaire sólo tiene dos fuentes de trabajo, la artesanía y los de temporada en el campo.
Su madre, Paula Caroca, comenzó a trabajar en el campo como temporera. Ni ella ni sus compañeras estaban enteradas del daño al que se exponían al entrar en contacto con plaguicidas. Paula tenía 19 años cuando nació Miguel. “A los dos meses supe que probablemente los problemas del niño se deben a los plaguicidas con los que estuve en contacto. En la misma época, unas diez compañeras de Isla de Maipo, Lonquén, Curacaví y San Pedro tuvieron hijos con problemas. Una niña nació con las venas del cráneo afuera, la operaron y vivió dos años. Otro niño nació sin brazos”, señala la joven. Miguel ha tenido trece operaciones. En una próxima operación le soltarán la columna, porque está oprimiendo el pulmón y no puede respirar bien. Tal vez entonces pueda mover sus piernas, con apoyo ortopédico. Lo controlan en cuatro hospitales diferentes de Santiago. Según los médicos, Paula tiene que esperar alrededor de diez años para volver a embarazarse, suponiendo que entonces sus cromosomas habrán vuelto a un estado normal.
Verónica Pinto y Alejandro Barriga, presidente del sindicato Martralipu, tuvieron un primer hijo en 1997. Dos años después nació Camilo, con una cardiopatía congénita y una malformación completa interna (situs inverso). Esto significa que sus órganos interiores estaban ubicados en el lado contrario al que ocupan en todo organismo humano. Vivió diez meses. El niño no tenía capacidad para respirar normalmente y pasó largas temporadas en hospitales, conectado a máquinas. En ese momento, Verónica llevaba cuatro o cinco años trabajando como temporera. “Muchas veces sentimos mareos y náuseas. Una doctora me dijo que todas las mujeres de Pomaire que habíamos tenido problemas con nuestros hijos debíamos someternos a un examen genético, pero eso es muy caro”, señala la joven. Ella tuvo un aborto a comienzos de este año y le dijeron que el embrión evidenciaba malformaciones. “Luego de esa pérdida, tengo un miedo espantoso a embarazarme”, confiesa. Un familiar cercano que trabajó como fumigador también tuvo una hija con múltiples malformaciones. No logró sobrevivir.
Como ella, Marta Sánchez tiene miedo de quedar embarazada. Comenzó a trabajar de temporera a los 14 años y sigue haciéndolo hasta hoy. “Los tractores pasaban fumigando al lado nuestro o sacábamos los limones poco después de haberlos rociado. Varias veces sentí mareos y malestar general”, dice la joven. Hace tres años, cuando tenía 20, nació su hija Catalina Andrea. Tenía cardiopatía congénita, el corazón ubicado al lado derecho y problemas en el pulmón. La operaron para ponerle una válvula y estuvo tres meses en el hospital. Pero después se volvió a enfermar y falleció a los nueve meses. La autopsia también reveló quistes en un ovario. “Los doctores nunca me dijeron que la causa fueron los plaguicidas, pero una doctora me aconsejó que dejara de trabajar en el campo cuatro o cinco años para pensar recién en tener otro hijo. Yo quedé con miedo... Y sigo trabajando en lo mismo, porque es donde más se puede ganar”. Pomaire sólo tiene dos fuentes de trabajo, la artesanía y los de temporada en el campo.
SIN PALADAR
El segundo hijo de Oscar Núñez y Amelia Silvy, de Melipilla, nació en 1990 con una fisura palatina severa, o sea, sin paladar, sin labio inferior, con el oído conectado a la boca y otros problemas en la parte facial superior. El padre había trabajado en el campo varios años como manipulador de plaguicidas. “A veces sentía mareos, decaimiento, tenía vómitos... Entonces pensaba que era por el calor. Cuando tuvimos al niño recién supimos lo dañina que fue esa exposición durante tanto tiempo”. El matrimonio deambuló de hospital en hospital. El niño ha tenido nueve operaciones, la primera a los ocho meses. Ha mejorado, aunque todavía no tiene paladar. Para formárselo hay que esperar que crezca y se desarrolle. Está asistiendo a una escuela en el campo, donde vive de lunes a viernes con la abuela paterna . “Allí está bien -dice Oscar Núñez-. Antes estuvo en un colegio común y corriente, porque en Melipilla no hay escuelas especiales”. Pero no fue una buena experiencia. “Por no tener paladar, no puede modular bien y cuesta entenderle. La profesora de inglés lo eximió de su clase, porque no le entendía... En el campo ha recibido un excelente apoyo del profesor y de sus compañeros, porque allí los niños están acostumbrados a convivir con otros que tienen malformaciones”, señala Amelia.
SOFIA, de 8 años, nació con malformaciones. Su madre trabajaba con plaguicidas
En Pomaire, Rosa Encina se encarga de cuidar a su nieta, Sofía, una niña de 8 años que vino al mundo con lifanxiomas, quistes maxilares no operables que están cercanos a las cuerdas vocales. En dos ocasiones se le han inflamado, produciéndole una hinchazón que le deforma la cara. “A través de un amigo la llevamos al hospital de la Universidad Católica, donde el doctor Sergio Zúñiga dijo que era un daño provocado por plaguicidas. Mi hija estudió para técnica agrícola. La mandaron a hacer la práctica a un predio para echar líquidos en las chacras y árboles frutales, sin protección. Un año después quedó embarazada, y como le quedaban restos de plaguicidas en el cuerpo, eso se lo traspasó a la niña”, señala Rosa.
El único tratamiento para reducir la inflamación es inyectarle una droga en la zona afectada. Se importa desde Japón y cuesta más de 700 mil pesos, algo imposible para una familia de escasos recursos. Sofía tuvo dos ataques al corazón en septiembre, y no se descarta que sea un efecto secundario de la droga.
El único tratamiento para reducir la inflamación es inyectarle una droga en la zona afectada. Se importa desde Japón y cuesta más de 700 mil pesos, algo imposible para una familia de escasos recursos. Sofía tuvo dos ataques al corazón en septiembre, y no se descarta que sea un efecto secundario de la droga.
“RODRIGO AYUDA”
A partir de la experiencia vivida en su familia, Constanza Cerda formó “Rodrigo ayuda”, agrupación de madres, padres y abuelas de niños con malformaciones provocados por los plaguicidas. Tiene alrededor de cien afiliados en la provincia de Melipilla, pero falta integrar a mucha gente de comunas rurales a las que no han podido llegar por falta de medios. Se define como una organización de autoayuda que tomó el nombre de Rodrigo Armijo, nieto de Constanza, que nació con hidrocefalia, sin párpados, con los dedos de sus manos ligados por una membrana, labio fisurado (leporino) y dificultades para respirar. El niño está mentalmente bien. Ha pasado por catorce operaciones que le han ido recomponiendo el rostro y las manos. “Ha pasado mucho tiempo en hospitales de Santiago y lo han atendido bien. En cambio, en el hospital de Melipilla, la atención es mala, no hay especialistas. Decimos que la salud es un derecho, pero no tenemos derecho a nada. Por eso peleamos desde esta agrupación”, explica la abuela.
Su hija no trabajaba en el campo, sino en el supermercado Santa Isabel, de Melipilla. En dos años, tres trabajadoras tuvieron abortos espontáneos y otra dio a luz un bebé con anancefalia. A petición de la doctora Lidia Tellerías, jefa de Genética del Hospital San Juan de Dios, el Servicio de Salud del Ambiente (Sesma) hizo el 2002 una investigación en el local. Descubrieron plaguicidas para desratizar en lugares frecuentados por el personal. Sin embargo, el Sesma aún no ha entregado su informe. “Hicimos una denuncia en Santiago, hablamos con el ministro de Salud -entonces Osvaldo Artaza-, quien dijo que iba a investigar. Pero todo quedó en nada”, dice Constanza Cerda.
La agrupación ha permitido a madres y abuelas apoyarse unas a otras, intercambiar información, comprender mejor lo que ocurre a sus hijos y nietos. Consiguieron que los autobuseros les den un pase escolar que rebaja el costo de los traslados a Santiago. Ahora están empeñadas en conseguir una sede para reuniones y atención de los niños, acceso a atención sicológica y especialistas para el hospital de Melipilla. “Nada es fácil, lo más frecuente es que nos cierren las puertas”, señala Constanza
Su hija no trabajaba en el campo, sino en el supermercado Santa Isabel, de Melipilla. En dos años, tres trabajadoras tuvieron abortos espontáneos y otra dio a luz un bebé con anancefalia. A petición de la doctora Lidia Tellerías, jefa de Genética del Hospital San Juan de Dios, el Servicio de Salud del Ambiente (Sesma) hizo el 2002 una investigación en el local. Descubrieron plaguicidas para desratizar en lugares frecuentados por el personal. Sin embargo, el Sesma aún no ha entregado su informe. “Hicimos una denuncia en Santiago, hablamos con el ministro de Salud -entonces Osvaldo Artaza-, quien dijo que iba a investigar. Pero todo quedó en nada”, dice Constanza Cerda.
La agrupación ha permitido a madres y abuelas apoyarse unas a otras, intercambiar información, comprender mejor lo que ocurre a sus hijos y nietos. Consiguieron que los autobuseros les den un pase escolar que rebaja el costo de los traslados a Santiago. Ahora están empeñadas en conseguir una sede para reuniones y atención de los niños, acceso a atención sicológica y especialistas para el hospital de Melipilla. “Nada es fácil, lo más frecuente es que nos cierren las puertas”, señala Constanza
PATRICIA BRAVO
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