Un niño afgano a las afueras de su tienda de campaña en un campo de refugiados de Kabul, Afganistán (S. SABAWWON / EFE).
Ahmed se despierta al alba. En la penumbra, se pone su kurta harapiento, se peina frente un espejo con la luna rota y abandona la maltrecha casa de sus padres. Dos niños pequeños, sus hermanos, lo acompañan. El mismo aspecto desalineado, abatido, miserable, como salidos de una película del neorrealismo italiano.
Caminan por la carretera principal de una zona de bandidos, secuestradores y talibanes, donde las agencias de ayuda internacional ya hace mucho que no se atreven por miedo a los raptos y atentados.
De vez en cuando, rompe el silencio algún helicóptero Apache que se dirige hacia la vecina base estadounidense de Bagram. Su silueta amenazante de misiles Hellfire se recorta contra los primeros rayos del sol que despuntan en el horizonte.
Hasta el atardecer haciendo ladrillos
Una vez en la fábrica de ladrillos, Ahmed, que tiene nueve años, se pone manos a la obra, junto a una veintena de niños. Sacan los ladrillos del horno, los ponen a secar al sol. Apenas paran unas horas cuando el calor y el polvo se vuelven insoportables. Pero después continúan con sus labores, hasta el atardecer.
Los padres de estos niños me deben dinero
"Los padres de estos niños me deben dinero, por eso los mandan a trabajar hasta que cancelen las deudas", afirma Mohamed, el dueño de la fábrica. Ahmed, que tuvo que dejar de acudir a la escuela debido a la pobreza de su familia, se lamenta: "Me duelen mucho las manos, los ojos. El otro día un chico se lastimó con un ladrillo y ya no lo volvimos a ver".
Mediodía en Kabul. Ashkar avanza con su burro y su carro por la avenida que bordea el parque Share Now. El apretado tráfico, que parece detenido a perpetuidad, apenas le permite moverse en esta ciudad de muros de protección, puestos de control militar y constante miedo a los atentados con coche bomba y los ataques de mortero de los talibanes.
Afganistán es el quinto país más pobre del mundo
Ashkar se detiene frente a la puerta de un hotel internacional. Abre los botes de basura y saca los plásticos, metales y demás desperdicios que luego venderá. Con resignación, en silencio, continúa su periplo diario. Es uno de los más 40 mil niños que, según UNICEF, se ven obligados a trabajar en la capital afgana.
La tarde avanza en el centro de rehabilitación de la Cruz Roja. La pequeña Palwashar, víctima de una mina antipersona, aprende a caminar con pierna ortopédica. A su lado, otros pequeños hacen lo mismo. Se cogen de barras, se miran frente a los espejos, para tratar de seguir con sus vidas a pesar de la mutilación y el trauma.
Al fondo de la sala hay un televisor que los padres ven mientras que esperan a que sus hijos terminen. Es la hora de la noticias. En la pantalla, imágenes de los cadáveres de niños desplegados sobre alfombras. Las últimas víctimas de un bombardeo de EEUU. Aunque también podrían haberlo sido de un atentado talibán. Porque en este país miserable y violento, el quinto más pobre del mundo, pocos parecen respetar el bienestar de sus niños.
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