Estaba en una sala de espera con mi hija
menor, de cuatro fervorosos años, rodeado de adultos adustos arbustos, y
ella, mi hija, decidió dibujar a su familia empezando por el padre: con
todo detalle armó un cuerpo grande, dos brazos cortos pero con cinco
dedos y sus uñas, un pene (ella detallaba en voz alta la ejecución del
dibujo, para sonrisa o reprobación del auditorio), dos piernas cortas
con sus uñas-, las avenas (una red de avenas, por donde corre la sangre;
no voy a ser policía o agente de tránsito idiomático, todavía: si para
ella es avena, pues, avena entonces), dos ojos asimétricos, una nariz
más o menos situada, una boca con infaltable y exagerada sonrisa, unos
pelos que son la barba de papi, poquitos pelos en la cabeza y, lo
extraordinario, unos palotes que son ¡los pensamientos!
Luego con detallado empeño hizo un corazón y un
redondel que en ese momento, concesión de algún dibujo animado
extranjero, era una ardilla. Allí estaba un hombre integral, con
pensamientos, “avenas”, corazón externos, ardillas, entre otros
detalles.
Con el mismo desparpajo, una vez, esta niña dijo bien
clarito en un prístino castellano de irrefutable construcción: “papi, te
tidaste (las erres todavía son prohibitivas, aunque está “placticando”)
un pedo”. No era cierto, pero poco importaba: estábamos en un
supermercado lleno de gente, un viernes a la tarde, en el sector de los
lácteos. No, Chiara, no es cierto, le dije espantado mientras la gente
alrededor quedaba congelada y seguía escena y diálogo como si se tratara
del último día de la telenovela de moda. Alguno tenía ya una piadosa
sonrisa y hasta un gesto de comprensión para el pobre señor que se
desbarrancó y que fue delatado por la implacable sinceridad de los
niños.
-“Sí, sí, papi, te tidaste un pedo”.
-¡No!, dije mientras me ponía rojo, no tanto por sentir
vergüenza por el hecho (si sucede, sucede, qué va a hacer, pero no era
el caso) sino porque de golpe estaba queriendo refutar públicamente
expresiones de una nena de cuatro años que me ponía en ridículo. Así son
los chicos, mascullé mientras manoteaba algo sin mirar del estante y
huía hacia los vinos, donde había menos gente....
Su hermana mayor, Valentina, es una dibujante experta y
trabaja con un grado de minucia preciosista increíble y algunos de sus
dibujos, a los diez años, superan largamente lo que yo hice o pueda
hacer en toda mi vida. Allí uno comprueba que hay capacidades naturales
que uno luego enerva o potencia, según los casos.
Pero esos primeros dibujos infantiles, esos garabatos,
son deliciosos. Los chicos, más tarde, tratan de dirigirse a un dibujo
más “realista” y acaso en la copia y en la repetición pierden algo de
ese loco encanto fantasioso que puede incluir, en un solo trazo, a ella,
su familia, una mascota y un dinosaurio que come flores rosadas. O
cualquier otra combinación sólo para nosotros surrealista o inventada.
Esa etapa deliciosa (perdemos, ay, luego esa fantasía
integradora, que es una explicación del mundo, acaso la mejor
explicación del mundo, donde todo tiene que ver con todo y todos tenemos
lugar) va acompañada por lo general de una voluntad irrefrenable:
dibujan todo el tiempo y no alcanzan los papeles, papelitos, apuntes,
revistas, guías telefónicas, impuestos, títulos de propiedad, libros,
documentos supuestamente importantes y hasta paredes.
Por esos días, el escritorio de papi y mami, la cama,
la biblioteca, la agenda, aparecen de pronto con la impronta del
pequeño, con sus dibujos, con sus soles con sonrisas y su gente feliz.
Irrumpen esos dibujos en la seria rutina laboral, en los ámbitos donde
se resuelven vidas y fortunas- En cualquier parte se filtran estas
bocanadas de aire fresco que nos recuerdan que todo no es más, ni menos,
que un trazo ligero, hecho con fe y amor. Bienvenidos ese candor,
entonces, y esa frescura, que trato de volcar en unas pocas líneas aquí,
unos garabatos sueltos, a mano alzada, mientras disfruto de un dibujo
con avenas, pene, pensamientos, corazón y una ardilla.
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