Algunos bebes se mantienen tranquilos aún cuando ocurren cambios en su ambiente mientras que otros pequeños se sienten profundamente afectados cuando aprecian una mínima desviación de la norma. Esta es una realidad que viven cotidianamente las madres o cuidadores de los niños de edades tempranas. Hasta este momento no existía una explicación científica suficientemente convincente que explicase por qué algunos pequeños son capaces de lidiar satisfactoriamente con las situaciones de “estrés” mientras que otros no lo son.
Las más disímiles hipótesis intentan explicar este fenómeno, desde aquellas que se sustentan en el ambiente familiar hasta las que apuestan por una determinación genética o del sistema nervioso. Según un estudio relativamente reciente realizado en la Universidad de Carolina del Norte ambas teorías podrían complementarse.
A esta conclusión ha arribado Cathi Propper, psicóloga del desarrollo, que ha estudiado a un total de 142 bebés durante todo su primer año de vida, induciéndole pequeños niveles de estrés a partir de la separación de sus madres.
Utilizando un electrocardiograma los investigadores determinaron el tono vagal de los bebés, tomando el mismo como un indicador de cuán fuertemente el nervio vagal regula la frecuencia cardiaca. Vale aclarar que durante situaciones de estrés, el tono vagal decrece, permitiéndole al corazón acelerar sus latidos y facilitándole al cuerpo lidiar con el agente estresor.
No obstante, algunos de los bebés no mostraron esta disminución en el tono vagal durante los periodos de supuesto estrés. Los investigadores hallaron que los bebés que no mostraban esta respuesta a las edades de tres y seis meses compartían una variante del gen DRD2, el cual regula los receptores de los neurotransmisores de dopamina.
Debe puntualizarse que esta variante genética ya había sido asociada con anterioridad a una disminución en los receptores de dopamina en el cerebro y también ha sido conectada con las personas que asumen conductas de riesgo.
Los bebés del estudio que no mostraron esta versión del gen también evidenciaron una respuesta típica al estrés, llorando y mostrándose nerviosos.
No obstante, la investigación no se restringió meramente al área genética sino que también evaluó los estilos de relacionarse que usaban las madres. Así, los científicos afirman que en correspondencia con el estilo educativo que asumían las madres, la expresión de este gen podía contrarrestarse ya que a los 12 meses de edad, los pequeños que manifestaban la variación genética llegaban a mostrar las mismas respuestas ante el estrés que el resto de los bebés, siempre y cuando las madres hubiesen adoptado una relación muy sensitiva.
Más allá de la explicación genética al comportamiento de los pequeños, lo más interesante de este estudio, al menos desde mi perspectiva, es el hecho de reconocer que ciertos estilos educativos pueden ejercer una influencia decisiva modelando la propia genética, sobre todo en los primeros meses de vida.
De hecho, estos primeros meses son vitales para el desarrollo posterior de la persona como se ha evidenciado en un artículo anterior:
” donde se afirma que el dolor que pueden llegar a sentir los pequeños ingresados en las salas de cuidados intensivos disminuye su sensibilidad ante los estímulos dolorosos cuando llegan a la adolescencia.
Así, si bien las investigaciones recientes nos ayudan a develar nuestras determinaciones biológicas, también estamos redescubriendo el enorme poder del ambiente para la formación de la personalidad.
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