Mi hijo enfermó de diabetes a la edad de siete años. Los síntomas eran muy claros, aunque al principio no supimos interpretarlos. El niño necesitaba beber constantemente. También se quejaba de hambre y comenzamos a notar que perdía peso. Los análisis revelaron niveles altísimos de glucosa en su sangre. El diagnóstico fue que sufría diabetes tipo 1. Su sistema inmunológico se había desajustado y estaba destruyendo sus células productoras de insulina, que es la hormona encargada de llevar la glucosa al interior de las células. Puesto que la glucosa es un combustible esencial para la vida, era como si el niño hubiera pasado varias semanas sin recibir alimento.
La noticia de que nuestro hijo era diabético supuso un auténtico cataclismo. Como les ocurre a todas las familias en las mismas circunstancias, no pudimos evitar sentirnos culpables y preguntarnos qué habíamos hecho mal. Mientras el niño se restablecía en la unidad de pediatría del hospital, los médicos y el personal sanitario nos aseguraron que en estos casos no existen culpables. Aún no se sabe con certeza qué desencadena la diabetes tipo 1, también conocida como diabetes infantil. Se trata de una enfermedad relativamente rara. En nuestro país aparecen unos mil nuevos casos anuales entre la población de 0 a 15 años. Sus síntomas son muy parecidos a los de la diabetes tipo 2, la que sufren muchas personas mayores. Las causas que la desencadenan, sin embargo, son distintas, y su único tratamiento posible es la insulina. Todos los enfermos de diabetes tipo 1 necesitan administrarse insulina para poder vivir.
Después de una semana en el hospital, nuestro hijo regresó a casa. Con la ayuda del personal sanitario todo resultaba fácil. Pero ahora su salud era de nuestra entera responsabilidad. Los primeros días fueron de caos y de angustia. Las pautas de administración de insulina son variables. Dependen de infinidad de factores, pero sobre todo de la alimentación y de la actividad física. Resulta doloroso concienciar a un muchacho de siete años de que se ha convertido en un enfermo crónico, y de que su bienestar dependerá de su capacidad para aprender a controlar la enfermedad. A partir de ahora, y para siempre, el niño va a tener que guardar una dieta estricta, con un escrupuloso cálculo de las calorías y los hidratos de carbono. El control de la glucemia antes y después de las comidas nos dará la pauta para la correcta administración de la insulina, pero esto supone un mínimo de tres análisis cada día. La insulina sólo puede administrarse por medio de inyecciones, entre dos y cinco diarias, lo que resulta engorroso para cualquiera, pero especialmente para un niño o un adolescente. Una dosis excesiva puede provocar una hipoglucemia, situación de riesgo que se puede agravar rápidamente hasta provocar la pérdida del conocimiento, convulsiones y hasta daños cerebrales. El ejercicio físico es fundamental. Pero demasiado ejercicio o una ingesta insuficiente de hidratos de carbono pueden saldarse también con una hipoglucemia. Traten de imaginar lo que todo esto supone: un auténtico laberinto de cifras, jeringuillas, agujas, tiras reactivas, maquinitas medidoras, cálculos, curvas glucémicas y docenas de cosas más. A pesar de todo, lo que de verdad importa es que nuestro hijo está a punto de cumplir 14 años y es un muchacho sano y feliz que vive una vida normal. Se puede vivir con diabetes. Y éste es el mensaje que deben recibir aquellas familias cuyos hijos acaban de debutar en la enfermedad, la mejor fórmula para vencer el miedo y la angustia del principio.
Las modernas variedades de insulina y las nuevas formas de administrarla han ayudado a mejorar la vida de los enfermos, sobre todo de los niños y adolescentes. La investigación con células-madre es una esperanza a medio plazo. Pero la diabetes se ha convertido en un enorme problema sanitario, por lo que las soluciones no deben venir únicamente de la ciencia, sino de la sociedad en su conjunto. La masificación de nuestro sistema sanitario es un gran obstáculo. Sólo un porcentaje reducido de niños diabéticos reciben bombas de insulina de la sanidad pública, aunque éstas sean un valiosísimo aliado para que la vida de estos chicos se parezca lo más posible a la de un niño sano. Además de la mejora de la asistencia sanitaria y de las presentaciones, las familias con hijos diabéticos precisamos de la ayuda de los colegios, pues en ellos transcurre buena parte de la jornada de nuestros hijos. Los profesores y el resto del personal deben aprender a reconocer las situaciones de riesgo y actuar de la forma adecuada. Por desgracia, aún queda mucho por hacer. A veces las familias nos sentimos solas y desprotegidas, incluso abandonadas a nuestra suerte. Hoy, 14 de noviembre, se celebra el Día Mundial de la Diabetes. Sirva esta columna como humilde intento de mejorar el conocimiento social de esta enfermedad, quizás el único modo de empezar a vencerla.
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