La liberación de la rehén colombiana Clara Rojas conmovió al mundo y pronto llegaron, a cuentagotas, algunos pormenores del cruento parto en cautiverio y el secuestro del bebé a manos de las FARC. El narrador colombiano Héctor Abad Faciolince se reunió con ella el jueves pasado en Bogotá y reconstruye aquí su testimonio, lleno de sobrecogedores detalles.
Es esperanzador que, al menos en el caso de Clara Rojas y Emmanuel, la constante tragedia colombiana haya tenido un final feliz. La madre y el hijo emblemáticos de Colombia estuvieron varias veces al borde de la muerte. Hoy viven juntos, viajan juntos, duermen en el mismo cuarto y el amor que durante tres años no pudieron darse recompone sus vidas, sana sus cuerpos, permite olvidar la pesadilla y encarar con optimismo el futuro. Clara fue liberada por las FARC el 10 de enero, junto con la ex legisladora Consuelo González de Perdomo. Sin embargo, permanecen cautivas al menos 700 personas, terratenientes, campesinos, empresarios, turistas y políticos, entre ellos, la ex candidata presidencial colombiana Ingrid Betancourt. Algunos llevan ya más de once años en la selva.
La primera vez que se tuvo noticia de este hijo nacido en la selva, durante el duro secuestro de su madre, ni siquiera se sabía su hermoso nombre bíblico -Emmanuel, "Dios entre nosotros"-, sino que, según el periodista Jorge Enrique Botero en su libro Ultimos días de la guerra, era un niño "mitad de ellos y mitad de nosotros", en las palabras que él atribuía a Tirofijo, el jefe de las FARC y "el guerrillero más viejo del mundo". Vino después la fuga del policía John Pinchao, que reveló el nombre verdadero del niño y contó la crueldad de su separación. El padre del niño, al parecer un guerrillero, nunca movió un dedo por salvarlo, con lo que esa supuesta "mitad" de la guerrilla no significa otra cosa que desprecio y abandono. Bienestar Familiar, una institución pública, funcionó esta vez, pues salvó al niño, y a Clara Rojas la salvó la esperanza de volver a verlo.
Encuentro a Clara en un hotel del norte de Bogotá, donde vive temporalmente con nombre cambiado, en compañía de su madre y de su hijo (quien acaba de cumplir cuatro años en abril). Viven allí mientras restauran el viejo apartamento de Clara en Bogotá, y además porque necesitan ayuda pues los tres miembros de la familia, el niño, la madre y la abuela, deberán someterse a diversas cirugías la próxima semana. Cuando Clara llega a la sala donde tenemos la cita, entra muy sonriente, vestida de rojo fiesta, y seguida por una alegre perra, gorda de mimos, una Labradora color chocolate que saluda con grandes efusiones. Clara me cuenta que se llama Gaviota, que la tenía desde antes de su secuestro y que, al igual que Argos, el perro de Ulises, la reconoció de inmediato a su regreso, después de casi seis años de secuestro. Ahora Gaviota cuida también de Emmanuel, quien no baja a la entrevista pues se quedó en el cuarto leyendo un cuento infantil con su abuela.
Perseguí esta entrevista porque en Colombia se celebra el Día de la Madre -casi como si fuera una fiesta nacional- el segundo domingo de mayo. El nuestro es además un país lleno de madres solteras, las hay por millones, y Clara Rojas se ha convertido en su símbolo, en la madre más conocida del país. En el libro de Jorge Enrique Botero, que tuvo el mérito de hablar por primera vez de este niño nacido en la selva, se contaban muchas inexactitudes. Su relato periodístico cometía la aberración de mezclar la verdad con inventos sin llamar a su libro novela; así, se contaba que el niño había nacido en una trinchera, en medio del bombardeo del Ejército colombiano, mediante una cesárea hecha sin anestesia, con el cuchillo de pelar las papas y cosida con pita. El nacimiento, exactamente tal como fue, me lo narró con todos los detalles Clara Rojas, y este milagro de la resistencia y el deseo intenso de sobrevivir me parecieron de un gran valor testimonial y estético. Hay un Emmanuel que nace en un pesebre en la selva, en las peores condiciones imaginables, de una madre triste y desnutrida después de tres años de secuestro inhumano. No aceptó hablar sobre el padre pero sí quiso contar todos los detalles del nacimiento de su hijo. He preferido en este caso transcribir el testimonio completo tal como ella lo hizo.
Maternidad en el corral
"Al principio yo ni siquiera tenía la seguridad de estar embarazada. Con las enfermedades y las privaciones de la selva los signos nunca son tan claros. Tenía varios síntomas, pero no tenía certeza. Cuando pasaron los meses, me dije, esto es como otra cosa, qué tal que esté embarazada. Los compañeros del cautiverio me aconsejaron que me hiciera una prueba. Pedí que me dejaran hablar con Martín Sombra, el jefe guerrillero responsable de nosotros en este momento y hoy día preso. Le solicité que trajeran al campamento una prueba de embarazo de esas que se venden en las farmacias para probar en la orina. Me la hice y dio positivo. El tipo se metió la preocupada del mundo y quiso saber quién era el padre. Yo le dije que eso no era problema suyo, que era asunto mío. Ellos no tienen ni idea de quién es el padre y respetaron mi silencio. Le dije que ellos tenían los partos en la selva como si las mujeres fueran vacas, pero que yo era primeriza y tenía cuarenta años, que eso podía ser muy delicado, que las mujeres y los niños se podían morir de parto si un caso como el mío se atendía mal. Sombra me dijo que iban a hacer todo el esfuerzo y hasta me dio la ilusión de que me podían liberar.
Cuando tuve la certeza de que estaba esperando, ya no volví a pensar en escaparme -con Ingrid lo había intentado cinco veces- porque ellos me amenazaban diciéndome que si volvía a intentarlo, el niño iba a sufrir las consecuencias. Además, después de cada intento de fuga las condiciones empeoraban, nos apretaban las cadenas, y eso podía ser muy peligroso para mí.
Entonces entendí que todo lo que yo intentara tenía que estar destinado a salvarnos a los dos. Yo escribía cartas permanentemente pidiendo a la Cruz Roja, escribí al secretariado de las FARC y, cuando me quitaron a Emmanuel, pedía que liberaran al menos al niño. Escribía tanto que acabaron por quitarme el bolígrafo y entonces me tocaba echarles cantaleta. Desde que fui consciente de que iba a tener un hijo, supe que tenía que luchar como una gata furiosa para salvar a mi niño porque de lo contrario, nos moriríamos los dos. Por eso hice todo lo posible por estar calmadita cuando estaba en convivencia. Y una vez que se volvió inmanejable convivir con los demás, solicité que por favor me sacaran del grupo.
Cuando tenía unos siete meses de embarazo me ponen a un lado, en otro sitio, y creo que eso fue lo que me salvó la vida, porque entro en paz, puedo rezar, puedo pensar, no tengo rabia, ahí estoy a la mano de Dios. Me aíslan para que yo esté tranquila, porque en el grupo se crea mucha tensión, para que no me atosiguen. Estoy sola, en el corral de los animales, donde ellos tienen unas gallinas y unos marranos. Esos son mis vecinos en los últimos meses del embarazo y en el parto, pero al menos ahí yo estoy tranquila.
En esa soledad en la que estoy me arreglan una camita y ponen un plástico que me rodea y protege. Es una fortuna porque así yo siento que tengo mi propio hogar, y me levanto temprano, me arreglo, barro, lavo la ropita, la extiendo, y mientras se seca la ropa puedo coser, me dedico a hacer pañales con las sábanas. Se pasan los días, rezo, camino un rato para estar ágil, camino por la mañana veinte minutos y por la tarde otros veinte. Y como tengo las tinajas llenas de agua, me las echo todas, por la mañana me baño y por la tarde también, entonces eso me relaja mucho. No tenía la gente encima de mí, y eso al menos me daba más intimidad, más privacidad.
Aunque siempre fui sana, sabía que podía enfrentarme a algo muy grave durante el parto. Cuando yo siento que el día se acerca, les informo y ellos me dicen que van a traer a un médico. El médico nunca llegó. Empezaron los dolores y no dilaté bien. Soy primeriza y resulté estrechita. Yo hago todo el esfuerzo, me paso día y medio en un trabajo de parto muy doloroso, pero después de 36 horas estoy exhausta, por completo desgastada, y ellos ven que me tienen que hacer una cesárea.
Había varios guerrilleros a mi alrededor, hombres y mujeres, ahora no me quiero acordar de sus nombres. Llamaron al secretariado a pedir permiso para abrirme y cuando se los dieron, el encargado se puso pálido del susto. Trajeron un libro de medicina donde se explicaba cómo se hacía una cesárea. Ellos me mostraron el libro antes de ponerme la anestesia.
El enfermero que hizo la operación me dijo que él había estudiado varios años medicina, que para graduarse no le faltaba sino el juramento hipocrático. Además los guerrilleros no le tienen miedo a la sangre. Están acostumbrados; si algo se descose lo vuelven a coser. Como no había bisturí, creo que usaron cuchillos y machetes. Los desinfectaban primero con agua y jabón, después con una vela que pasaban por el filo y después con alcohol. Tenían hilo quirúrgico, eso sí, porque allá hay que coser muchas heridas.
También tenían algún anestésico, que me pusieron por la vena para dormirme. Estábamos en el cambuche, donde habían hecho una tarima de madera, pero de todas maneras el piso era de barro, todo rodeado por los plásticos y afuera las tinajas con agua del baño, para lavar al niño y a mí. Me durmieron como a las dos de la tarde y vine a despertarme entre las siete y las ocho; lo sé porque pregunté la hora. Cuando me desperté todavía me estaban acabando de coser. Me dijeron, no se mueva Clara, por favor no se mueva, su hijo está bien. Me lo mostraron, lo oí llorar, me quedé más tranquila.
Milagros consecutivos
Nunca pude amamantarlo, ni tenía alimento, estaba muy delgada. Me dio una infección terrible; los días siguientes tenía una fiebre altísima y el antibiótico se demoró cinco días en llegar. Me hinché tanto que creí que tenía mellizos y que me habían dejado otro adentro. Me aplicaban el antibiótico por la vena y varias veces al día me juntaban con el niño.
El niño nació muy flaco, tenía frío, hacía mucho frío porque era abril y llovía todo el tiempo. Teníamos tanto frío que nos metieron en un sitio cerrado en madera, que era donde ellos tenían la enfermería y todo el mundo prestó cobijas y toallas y con eso hicimos unas cortinitas para que no entrara tanto frío. No había ni leche en polvo y lo que le daban al niño eran goticas de aguapanela. Además del frío, él tenía el brazo suelto, desgonzado. Un día una guerrillera me llevó una ropita bordada; no me dijo quién me la mandaba pero yo reconocí las puntadas de Ingrid. Le puse esa ropa al niño, todavía la guardo como un tesoro.
Yo estuve al borde de la muerte varios días. Los dos, el niño también, por todas las horas del trabajo de parto, y porque al sacarlo le hicieron mucho daño. Usted está viendo un milagro, dos milagros. Yo quedé en los huesos, parecía una radiografía. Un día vino Martín Sombra y al verme tan flaca me dijo: 'Tiene que comer, Clara, porque usted está que se va'. Me ponían suero y de eso viví, pero esa vez él me dio una presa de gallina para que la chupara.
En todo caso, cuando uno siente llorar al niño, cuando lo ve dormir y estar tranquilo, se anima, lucha por la vida. A los veinte días empezaron a sobrevolar los helicópteros. Me dijeron que nos teníamos que ir, que tenía que caminar. Me iban a llevar en camilla pero me aconsejaron que caminara, pero como a una cuadra de marcha me caí desmayada.
Ahí tirada en el barro, oía que pasaba la fila de los otros secuestrados encadenados, los oía a lo lejos. Ellos oían al niño llorar y yo sentía las cadenas que pasaban en la oscuridad. Después de ese desmayo tuvieron que llevarme en camilla y el mismo Martín Sombra tuvo que volver a coserme varios puntos, a palo seco, sin anestesia, porque se me habían abierto, y no me podían dormir porque había que escaparse en cualquier momento del acoso del Ejército.
Después vino lo que todo el mundo sabe. La gestión del presidente Hugo Chávez, la liberación, el niño que no aparecía. A nosotros nos separaron a los ocho meses del nacimiento; estuve casi tres años sin él. Ellos me dijeron que era sólo por quince días y con el fin de curarle el bracito. Por eso permití que se lo llevaran. Pero nunca volví a tener noticias claras de él. Yo pensé que estaba en la selva con algún grupo. Pensé que podía estar en otro campamento o en una vereda cercana con una familia indígena o algo así. Pedía que se lo entregaran a la Cruz Roja o a mi mamá. Les preguntaba cómo podían tener a un niño como un preso político. Eso era la cosa más absurda del mundo, un niño preso político.
En ese momento Bienestar Familiar ya lo había rescatado y lo tenían en un hogar sustituto en Bogotá, pero yo no sabía, nadie sabía, ni la guerrilla, que se había desentendido de él.
Desde que nos reunimos, hace cuatro meses, el niño ha respondido increíblemente, es una bendición. Tiene que recuperarse de su bracito todavía pero es un niño alegre, muy apegado a mí y a mi mamá, un niño feliz, y yo estoy dedicada a él, a quererlo y a que me quiera, a nuestro futuro. Ahora nos tienen que operar a los dos pero no se trata de cosas graves. Al niño le falta movilidad al brazo, no alcanzó a tener la atención para que se resolviera todo. Requiere una cirugía y yo también, entre otras cosas para coser bien lo que quedó mal cerrado en la cesárea.
Emmanuel nació como en un pesebre, los dos estamos vivos de milagro, y yo solamente le puedo dar gracias a Dios. Mi mayor preocupación son los que todavía están secuestrados en la selva. A la guerrilla le pido que los liberen a todos, empezando por Ingrid, y al gobierno le digo que ellos, que son los dueños de casa, pueden ser más generosos. Nada más."
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