El aprendizaje social de la mentira se insinúa en el ánimo del niño merced a la incoherencia existente entre los valores que normalmente le inculcan los adultos y esas manifestaciones con las que contradicen con la práctica lo que teóricamente proclaman. Así ocurre cuando el padre no se recata de jactarse ante el niño del último «negocio» con que acaba de engañar a los clientes, porque «no se puede perder dinero»...
De este modo se institucionaliza la inautenticidad y se justifica la hipocresía que tantas veces se oculta bajo el eufemismo de muchas expresiones adultas, como cuando llaman «hacer el amor» a lo que es puro egoísmo, «interrupción del embarazo» a lo que es un aborto intencionado, obrar «por motivos personales» a los que son motivos inconfesables... De este modo aprende el niño a llamar blanco a lo negro y negro a lo blanco, a mentir.
Si queremos prevenir al niño contra la mentira, tendremos que crear en torno a él un clima de autenticidad y veracidad, en el cual lo más importante sea la conducta honesta, coherente y libre de hipocresías; un clima en el que se sienta plenamente aceptado, libre de opresiones autoritarias que le obligan a defenderse y refugiarse en la doblez y el engaño.
Orientaciones pedagógicas
La tendencia del niño a la franqueza o a la doblez depende en gran medida de la actitud con que los adultos reaccionan frente a la mentira.
Señalamos a padres y educadores alguna pautas de conducta educativa:
1. Crear un clima que favorezca la verdad. Atacar de frente la mentira sin lograr antes esta condición es una empresa llamada al fracaso.
2. Analizar las causas de las mentiras. Dada la polivalencia y variedad de las mentiras infantiles, no se las puede juzgar con criterios simplistas. Habrá que comprender antes los motivos que impulsaron al niño a mentir, el sentido que para él tienen dichas «mentiras».
Se deben buscar siempre las causas, sin olvidar que las que parecen evidentes para el adulto no suelen serlo tanto desde el punto de vista del niño.
Más que la conducta mentirosa hay que tener en cuenta la condición psicológica que traduce. Su situación emotiva predispone al niño a distintas formas de mentira: la mentira de repliegue del niño tímido, que se siente desamparado ante las exigencias del contacto social; la mentira agresiva del niño colérico, que, ciego de ira, no encuentra la respuesta adecuada al momento; la mentira del pusilánime, que trata de huir del peligro; la mentira «justiciera» o revanchista, que busca el desquite o la compensación de una inferioridad real o ficticia...
Para comprender la importancia que la reacción emotiva tiene en el origen de la mentira, es preciso recordar que la mentira es el arma que el niño emplea ante una situación inesperada, de la cual duda que puede salir airoso con los medios normales que posee.
3. Liberarse de actitudes neuróticas. Muchas veces reaccionamos con ansiedad ante la simple posibilidad de la mentira: «¿Habrá dicho o no la verdad?» Y cuando la mentira es descubierta, entonces se le acosa al niño, se multiplican las preguntas y los interrogatorios... y, haciendo gala de una gran desconfianza, ya no se le cree, aunque diga la verdad.
Otras veces la ansiedad desemboca en explosiones exageradas de cólera, reproches sin fin, amenazas y vigilancia desmesurada. El niño es el primer sorprendido por la magnitud del efecto producido, y así descubre el enorme poder de su mentira, que intentará ejercer de nuevo.
El educador debe desembarazarse de estas actitudes, que bien pueden ser calificadas de neuróticas.
4. Reprobar la mentira. La mentira es demasiado importante para tomarla a la ligera. Algunos adultos la acogen con indiferencia o aparentan no darse cuenta y tal actitud evita el choque frontal con el niño; pero no hay que olvidar que éste construye su juicio moral en conformidad con los juicios de los adultos. Una cosa es buena o mala según lo que oigan decir a éstos, así que es menester, pues, hacerle comprender que la mentira forma parte de las acciones reprobables.
5. No reírle las mentiras. No se puede admitir la mentira como «gracia o broma», reírse con ella o alabar abiertamente la ocurrencia, ingenio o astucia de la que el niño da muestras.
Con esta actitud se estimula la mentira y se tuerce el juicio moral. Sucede también que los padres que así obran, en otras ocasiones no dejan de censurar o castigar la mentira, por lo que, con tal incoherencia, comprometen gravemente su acción educativa.
6. Evitar la complicidad. Hay adultos que estimulan la mentira del niño utilizándola para sus fines particulares. Incitan al niño a mentir con ellos o a mentir en su lugar; para lograr la colaboración del niño le chantajean afectivamente con promesas o amenazas. Por tanto, es un comportamiento nocivo que compromete de forma importante la formación moral.
7. Evitar la represión brutal. Una educación severa, que pretende corregir los más mínimos defectos, enderezar los más pequeños errores, que multiplica las advertencias y las prohibiciones, malogra la autoridad. Pedagógicamente es más efectivo limitar las normas y las exigencias a un número reducido, lo que permite mantenerlas con firmeza y asegurar su aceptación y cumplimiento.
8. Responsabilidad. Curar la mentira es más difícil que prevenirla. Cuando un niño se ha acostumbrado a mentir es porque han fallado las condiciones ambientales necesarias que previenen la mentira.
El niño acepta su mentira como un fallo, y el sentimiento de culpa que la acompaña puede superarse mediante la confesión de la propia culpa. Pero en vano esperaremos que el niño reconozca su conducta dolosa, si no le ofrecemos confianza y comprensión, o si cargamos las tintas con escenas espectaculares o dramáticas.
Conclusión
La mentira pone de manifiesto un fallo de la personalidad, una pendiente hacia el aislamiento y la desconfianza. Por tanto, luchar contra ella no es más que un alarde de buena voluntad, pero que está condenado al fracaso. Es necesario educar para la franqueza, la donación y la confianza mutuas, que es lo único que garantiza el equilibrio y la felicidad.
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