Iba para historiadora y periodista y empezó a trabajar muy temprano, con 17 años. Pero Anna Fernández (Barcelona, 1970) no se sentía satisfecha. Cada tres años cambiaba de empleo. Hasta que un día, en México, compró un títere de mano y se produjo el flechazo que la ha mantenido 12 años sobre los escenarios. Con su socio, Santi Arnal, comparte la compañía barcelonesa de títeres Per Poc, que ha actuado en teatros tan ilustres como el Liceu y la Konzert Haus de Viena, arropada por las más prestigiosas orquestas.
Información publicada en la página 64 de la sección de Contraportada de la edición impresa del día 30 de agosto de 2011
-¿Un títere cambió su vida?
-Me da un poco de vergüenza explicarlo, pero así fue. Estaba en un pueblo mexicano, compré el títere, un cocinero, y me puse a jugar con él con unos niños. Se estableció un diálogo entre ellos, el muñeco, que todavía guardo, y yo. Me quedé dos días en el pueblo y acabé haciendo títeres con la profesora de la escuela. Pasé de ser una turista más, que solo habría estado unas horas en aquel lugar, a quedarme para compartir fantasías con aquellos niños.
-De ahí al escenario...
-Iba a empezar el doctorado sobre imperialismo y descolonización. Y cuando le dije a mis compañeros que quería dedicarme a los títeres no se lo creían.
-No me extraña.
-Pero es que yo ya lo tenía claro. Buscaba un trabajo que fuera cambiante y que lo pudiera dominar. Vi que los títeres me permitían soñar y hacer lo que quisiera, crear personajes imposibles, poder ser hombre y mujer a la vez, y viajar por el mundo para enseñar y compartir experiencias. Por eso me fui al Institut del Teatre y me apunté de oyente a algunas clases. Había estudiado Historia y dos años de Periodismo y no tenía ganas de hacer una tercera carrera completa.
-¿Y allí conoció a su socio?
-No, que va. Fue una casualidad. Me presentaron a Santi en una fiesta de cumpleaños y me dijo que era titiritero. Me preguntó si quería ayudarle. Y llevo con él 12 años en Per Poc.
-Un nombre bastante curioso para una compañía de marionetas.
-Santi y un amigo eligieron Per Poc porque cuando buscaban actuaciones les costaba mucho encontrarlas. Siempre decían «por poco nos cogen», «por poco nos contratan...» Y así se quedó el nombre, que parece tan poco ambicioso, pero que gusta y suena muy bien.
-Como la música de sus obras.
-Para nosotros la música es fundamental. Facilitamos el acceso a la música a través de los títeres. Escogemos músicas que nos enamoran para enseñárserlas a todo el mundo. Y a partir de ellas, trabajamos la historia y diseñamos los personajes. Hemos interpretado Romeo y Julieta y también Pedro y el lobo, de Prokofiev; La historia del soldado, de Stravinsky, y la ópera El pequeño deshollinador, de Britten, entre otras.
-¿Con orquestas en directo?
-Hemos actuado con unas 30 orquestas sinfónicas de todo el mundo y en escenarios muy diferentes.
-Los ensayos deben ser difíciles.
-No, que va. A mí me encantan, es lo que más emociona. En un ballet, por ejemplo, la orquesta debe adaptarse a los tempos de los bailarines. En nuestro caso, somos nosotros los que nos adaptamos al tempo del director y le damos más libertad. Por eso debemos acudir al ensayo de la orquesta. Nos gusta ver al director dando instrucciones a 80 músicos y cuando de repente le dice a uno «tienes que responder al violín». Ver eso es un lujo. En la actuación ellos también suelen alucinar con nosotros y hasta nos hacemos amigos. La mayoría de los músicos no han interpretado nunca antes para unas marionetas. Y nos ven tan apasionados que se implican con nuestros montajes.
-La actuación más impresionante.
-Fue esta pasada primavera. Actuamos con la Filarmónica de Bogotá ante 20.000 niños.
-¿Cuántos?
-Sí, sí, 20.000. Cada día llegaban al teatro 120 autocares con niños de colegios públicos de barrios de Bogotá. Fueron 10 días seguidos. Impresionante. Tenían de 3 a 16 años. Muchos no habían estado jamás en un teatro, ni habían escuchado a una orquesta ni visto una actuación con títeres. Un día nos dijeron que entre el público habían encontrado menores con alcohol y armas. Pero, en cuanto empezó el concierto, todos se quedaron en silencio. ¡Y solo había un maestro cada 50 niños! A la salida, porque quise verlos salir, estaban emocionados. Algunos me abrazaron. Te sientes privilegiada y piensas en cuántos de esos niños se acordarán de eso toda su vida.
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